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Aldarana era la princesa de Kaladara, una antigua pero humilde ciudad de la profunda Formigoesfera. Ocupaba sus días como sacerdotisa de la Guardiana, preparándose para el agridulce día en el que sucediese a su madre. Cuando su amada madre Altalarana falleciera, la princesa ascendería al trono y como sus 74 predecesoras, concebiría y cuidaría de sus incontables hijos e hijas. Pero no fue ese el destino que esperaba a Aldarana.

Siendo Kaladara una ciudad pequeña y muy lejana, no contaba casi con defensas ni soldados profesionales, pues las noticias de los ataques de los morlock les sonaban lejanas y casi irreales. No esperaban el asalto que, aunque pequeño, fue rápido y certero. En contra de lo habitual de estos ataques, los morlocks no se entretuvieron llenando sus manos con oro, ni tomando esclavos. Ni siquiera se molestaron en rematar a los pobres diablos que se cruzaron en su camino. Como un virote perforando seda, atravesaron las calles de la ciudad de piedra directos a las cámaras de la reina. Dicen que una reina fórmiga puede llamar a sus hijos en tiempos de necesidad y que estos oirán claramente sus pensamientos y responderán a la llamada incluso desde el otro lado del océano. Pues bien, el grito de muerte de Altalarana retumbó por toda la ciudad, alcanzando la mente de su hija en medio de los ritos vespertinos a La Guardiana. Aldarana entró en los salones de cría, derribando las puertas con la propia imagen sagrada de La Guardiana que las vigilaba. Con el cetro de su difunta madre en la mano y desgarrando los tímpanos de los morlocks con un alarido digno de una banshee, asesinó y despedazó a los invasores junto al cadáver de su madre. Y allí, en la cámara de la reina, donde debería haber sido coronada, Aldarana juró por la Guardiana que sería testigo del ocaso de los Morlock.

Los pocos afortunados que han podido ver una reina fórmiga no podrán reconocer en Aldarana «Mazo de la venganza» el noble porte de su estirpe, ni la calmada aura de quien ostenta el mando de las criaturas más civilizadas de Voldor. Aldara rezuma guerra, huele a muerte y suena a venganza. Sus 12 pies de envergadura están cubiertos de escamas de metal, forjadas con las espadas de sus enemigos caídos, y su rostro permanece siempre cubierto por la máscara funeraria de su madre. En su diestra porta una maza fabricada con los pedazos del cetro de la caída ciudad de Kaladara y por escudo lleva, atado al brazo, una puerta de plata y acero del templo de La Guardiana, patrona de su decadente estirpe. Es normal verla cubierta de la sangre seca de los enemigos, que caen incesantemente bajo su maza y ver como sobresalen de su cuerpo, astas y espadas de los afortunados que la han alcanzado antes de caer.

La paladín caída y sus hijos, como así se hacen llamar los fórmigos que la siguen, rondan la periferia de Melionii, donde se cree que atacaran los morlocks. Están dispuestos a derramar toda la sangre que sea necesaria para que el último enemigo de su raza caiga bajo sus pies. Aldarana es reina de una ciudad muerta y olvidada hace tiempo, madre de nadie y espectro de la guerra. Es la antítesis del ideal fórmigo y, quizás, su última esperanza.